La cultura de las armas de fuego ha sido siempre la esencia de la supremacía blanca


Por Ryu Spaeth | The New Republic / Viento Sur

La matanza masiva en El Paso revela las oscuras corrientes que subyacen bajo el debate sobre el control de las armas de fuego. La muerte del juez John Paul Stevens (Juez del Tribunal Supremo de 1975 a 2010, considerado uno de los más progresistas), ocurrida el16 de julio de este año, permitió volver sobre lo que él mismo consideraba su derrota más cruel durante los 35 años que llevó actuando en la Corte Suprema: la sentencia “District of Columbia versus Heller”, dictada en 2008, que afirmaba, por primera vez en la historia de la Corte, el derecho a portar un arma 1/. Más aún: La sentencia suponía, como lo señaló Stevens en su desacuerdo, que los redactores de la Constitución querían limitar, para siempre, la capacidad de los funcionarios electos para regular el uso civil de armas mortales -con capacidad de mutilar y de asesinar, lo que sería totalmente inadmisible para los redactores de la Constitución.

Los testimonios más recientes del poder devastador de ese tipo de armas, nos vienen de El Paso, en Texas, donde un hombre armado mató a 20 personas (22, después del deceso de dos heridos graves) en un supermercado Walmart en lo que parece ser una masacre racista (ahora confirmada como tal, NdT), y también de Dayton, en el estado de Ohio, donde un hombre armado y equipado con chaleco antibalas mató a nueve personas e hirió a varias decenas con un fusil de asalto.

Después del caso Heller, el paisaje está lleno de cuerpos acribillados. Desde la masacre de Sandy Hook en 2012, se han producido más de 2.000 tiroteos de masa en los Estados Unidos y la violencia armada ha aumentado. Es totalmente absurdo pensar que los jueces, con toda su sabiduría, querían privar al gobierno de un medio para poner fin a esta devastación generalizada. Este fenómeno obsceno, que afecta a víctimas de todas las edades, de todos los colores y en todos los lugares, tal vez se entienda mejor como una autodestrucción. La sociedad sigue sangrando y sangrando, mientras que nuestra fe en la democracia se debilita o, incluso, se la rechaza por completo.

Tampoco es procedente remontarse al siglo XVII, a la common law inglesa – como hizo el juez Antonin Scalia (juez de 1986 a 2016 que defendía que la Constitución debía interpretarse según el sentido que se le dio en el momento de su adopción) una opinión mayoritaria triunfante- para justificar el desmantelamiento de la república que se está produciendo en este mismo momento. Y por último, también sería absurdo, a propósito del caso Heller, pensar que este tipo de jurisprudencia conservadora ha sido tomada en serio, sino que debe ser considerada como la culminación de décadas de esfuerzos de la NRA (National Rifle Association) y de otras instituciones de derecha, para transformar el poder judicial en un baluarte antidemocrático que sirva solamente a los intereses de los ricos y de los poderosos.

El presidente Donald Trump, como siempre, ha aclarado las verdaderas motivaciones de los “Estados Unidos conservadores”, que ya no pretenden preocuparse por las sutilezas de las opiniones de los autores de la Declaración de Derechos inglesa (Bill of Rights, 1689. NdT). La razón por la que hay millones de armas de fuego en este país, la razón por la que miles de personas son sacrificadas cada año en el altar de las armas de fuego, es porque una minoría de blancos descontentos, de regiones rurales (empobrecidos), poco instruidos, hizo de las armas el tótem tribal más poderoso del país. El hecho de ver al presidente expresar todos sus horribles sentimientos no puede sino reconfortarlos. La superposición entre la política racista y la cultura de las armas de fuego se ilustra en Technicolor con el tiroteo masivo de El Paso, que parece haber sido inspirado por el miedo y la repugnancia del agresor ante una “invasión hispana de Texas”, según un manifiesto en línea que, como se pudo confirmar, es de su autoría y que recoge índices claros de la retórica de Trump.

La razón que se perfila es que los partidarios de la supremacía blanca, así apoyados y fortalecidos, han utilizado, finalmente, nuestra cultura nihilista de las armas de fuego para provocar una ola de masacres racistas: en Charleston (disparos contra la Iglesia episcopal metodista africana, en junio de 2015), en Poway (abril de 2019, disparos contra una sinagoga de San Diego) pasando por El Paso. Como escribió David Atkins en el Washington Monthly: “Tenemos un problema con las armas de fuego. Tenemos un problema con la supremacía blanca. Cada vez están más entrelazados.” De hecho, son, y siempre han sido, lo mismo.

Las masacres masivas han sido, por supuesto, cometidas por todo tipo de personas, misóginos violentos, yihadistas, enfermos mentales. Pero no son éstos los que se mantienen firmes, con las armas prontas, para impedir que el Congreso y los Estados aprueben una reforma del control de las armas de fuego; los que llevan a cabo una campaña política formidable y financiada abundantemente a través de la NRA, los que castigan a los parlamentarios que se atreven a salirse de la línea preestablecida; los que tienen un control mortal sobre el alma ya condenada del Partido Republicano. No, la cultura de las armas de fuego prospera gracias a los conservadores blancos que han invertido la mayor parte de su identidad política y cultural en el derecho a portar armas letales. Son los blancos conservadores a quienes el gobernador (desde 2015) de Texas, Greg Abbott (republicano), intentaba provocar (humor) cuando tuiteó, hace unos años, que estaba “avergonzado” porque su Estado se situaba detrás de California con respecto a la compra de nuevas armas. Son los blancos conservadores que el senador de Texas John Cornyn apacigua diciéndoles que “simplemente no tenemos todas las respuestas” cuando se trata de resolver problemas absolutamente evitables, como las matanzas masivas. Fueron los blancos conservadores quienes tomaron el poder sobre uno de los dos grandes partidos del país y lo sometieron a sus caprichos retrógrados.

Para ellos, las armas de fuego no son una cuestión de caza o de autodefensa, ni de espíritu de frontera ni de otras banderas que se vuelven visibles cada vez que su verdadero programa comienza a manifestarse. Se trata de afirmar el primado de la identidad de un grupo, de protegerlo de las amenazas a la vez reales (cambio demográfico inexorable) e imaginarias (invasiones de “violadores y asesinos hispanos”). Lo sabemos porque la NRA transmite de manera incesante esos temores a sus propios miembros y acólitos. En 2017, aproximadamente seis meses después del inicio de la presidencia de Trump, la NRA publicó un anuncio en el que Dana Loesch (periodista, presentadora de programas híper conservadores), portavoz de la NRA en aquel momento, enumera todos los crímenes que “ellos” – anónimos – habían cometido contra “nuestro” estilo de vida: comparar a Trump con Hitler, hacer pública “su” narración a través de las élites de Hollywood, reclutar a “su” ex presidente (Obama) para lanzar el hashtag #resistencia. “La única manera de terminar con esto, la única manera de salvar nuestro país y nuestra libertad, dice Loesch, es combatir esta violencia de la mentira con el puño cerrado de la verdad.” El “nosotros ante los demás” (alterización), la paranoia, el llamado poco sutil a las armas, son las señales de la propaganda supremacista blanca.

La NRA se movía ya en los medios racistas mucho antes de la era Trump y alcanzó una especie de pico delirante bajo la presidencia de Barack Obama (“su” ex presidente). En un anuncio de 2015, el jefe de la NRA, Wayne Lapierre, condenó a Obama por no haber reprimido la criminalidad en su ciudad natal de Chicago, donde “gánsteres” y “delincuentes” provocaban una “carnicería propia del tercer mundo” con sus actos violentos. Lo que implica que el presidente negro retiraba con gusto las armas a los campesinos blancos cada vez que ocurrían matanzas en masa, pero guardaba silencio sobre el verdadero problema de las armas utilizadas por criminales negros. “Espera que haya un crimen que corresponda a sus intenciones”, decía por entonces Lapierre, “y culpa a la NRA”. Lapierre agregaba: “Los buenos y honestos estadounidenses que viven en zonas rurales, en Nebraska o en Oklahoma, o que tienen dos trabajos en el centro de Chicago o de Baltimore… lo ven todo bien claro.” (La gente del centro de la ciudad que sólo tiene un trabajo, son probablemente tan malos como los holgazanes que forman parte de esas bandas.)

Es cierto que las masacres de masa sólo representan una pequeña fracción de las 33.000 muertes (por año) causadas por armas de fuego en ese país. Una tercera parte de todas las muertes por armas de fuego pueden atribuirse a homicidios; la mitad de las víctimas son hombres jóvenes y dos tercios de esa cohorte son afroamericanos. Pero, una vez más, no son los militantes afroamericanos los que protestan contra el control de las armas de fuego con el pretexto de tener razones legales para armarse hasta los dientes y llevando pancartas con el eslogan “noli me tangere” (“No me toques”). Son los conservadores blancos los que lo hacen, con el fin de consolidar su dominación en baja.

Los tiradores de El Paso y de Poway representan una tendencia tan nueva como horrorosa, pues sus actos abominables sellan un vínculo inequívoco con los cantos de Charlottesville 1/–“No nos remplazarán”- y con un presidente que incita de manera recurrente al odio racial y a la violencia. Pero esas masacres no habrían sido posibles sin un fenómeno ya anterior, anterior incluso a la fundación de este país. El gran regalo que Donald Trump nos ha hecho es el de dejar de lado todas las falsas apariencias que encubrieron durante mucho tiempo el debate sobre el control de las armas de fuego, en particular, y sobre el “choque” cultural (una especie de Kulturkampf a la estadounidense), de manera más general.

El argumento del origen de la Constitución apela a la larga y gloriosa tradición revolucionaria de la cultura de las armas, el “fuerte individualismo” del ethos conservador, al que incluso Obama y otros liberales han rendido homenaje, forman parte de una superestructura que ha sido concebida bajo un principio que sirve para perpetuar el poder de una raza a expensas de otras. Tratar de resolver nuestro problema de las armas de fuego, así como tantos otros, de la atención de la salud a la desigualdad es, pues, tratar de oponerse a este otro problema más amplio y más antiguo de la supremacía blanca que, si algo nos ha enseñado la presidencia de Trump, sigue siendo el hecho esencial de la vida estadounidense.

* Artículo publicado en The New Republic, 5-8-2019: http://newrepublic.com/

A l’encontre, 6-8-2019 http://alencontre.org/ Traducción de Ruben Navarro – Correspondencia de Prensa

Notas

1/ “El denunciante, Dick Anthony Heller, de 66 años, guardia de seguridad, armado en su trabajo, reivindicaba el derecho a mantener el arma en su casa, lista para ser utilizada en legítima defensa. Desde 1976, la ley del distrito de Columbia, sede de la Capital Federal, prohíbe de facto la posesión de armas de fuego l impedir su registro: los fusiles de caza deben desmontarse tanto en casa como en los medios de transporte, y las armas de mano compradas antes de 1976 deben ser neutralizadas mediante un gatillo de seguridad.” (Le Figaro, 26-6-2008)

2/ Un supremacista blanco mató a una mujer al lanzar su coche contra manifestantes que se enfrentaban a neonazis y a supremacistas blancos en Charlottesville, Virginia, el 12 de agosto de 2017. Trump dijo que había “gente muy buena en ambos lados” y que “los errores eran compartidos”. (Redacción de A l’encontre).

Fuente: http://vientosur.info/spip.php?article15034


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